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lunes, 3 de diciembre de 2007

REFORMAR LA CONSTITUCION SIN MORIR EN EL INTENTO.

Enmiendas sí, reformas no

Gonzalo Aguirre Ramírez

Devino una manía nacional, a partir de 1918, el reformismo constitucional. Desde entonces y cada pocos años, reformamos nuestra Lex Magna, casi siempre en el afán vano de transformarla en una especie de traje a la medida de las conveniencias electorales -bien o mal entendidas- de los partidos. O de sus sectores mayoritarios.

Así se hizo en 1934, 1942, 1951, 1966 y, últimamente, en 1996. Tanto ha sido así, que Justino Jiménez de Aréchaga dijo cierta vez, con su proverbial agudeza, que en nuestro país habría que hacer alguna vez una reforma de la Carta "en más de cuatro días y para más de cuatro años".

Lo malo, además, es que no se trataba de ajustes o retoques para mejorar la Constitución en pocos puntos concretos o para actualizarla si en algo resultaba anacrónica. Salvo en 1942 -en parte- y en el caso de las enmiendas de 1996, que fueron una transformación a fondo del sistema electoral y poca cosa más, se hacían verdaderas reformas. Al punto de que los 159 artículos de la Carta fundacional. ("Dada en la Sala de Sesiones y firmada de mano de todos los Representantes que se hallaron presentes, en la ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo...), pasaron a ser, con el correr del tiempo, 332. Más una catarata de disposiciones transitorias y especiales, inaplicables e innecesarias las más de ellas.

Pero no se trató sólo de un fenómeno de "hinchazón" constitucional, en cuyo mérito se dio en regular varias materias de natural índole legislativa. Además, se metió el bisturí en la inmensa mayoría de las sabias disposiciones de 1830, que Jaime Zudáñez -y quizás José Ellauri- habían redactado en fórmulas claras y concisas, como es propio de quienes dominan la ciencia jurídica.

Aparte de los arts. 1 a 4 -"el edicto perpetuo", al decir de Justino-, apenas una treintena de artículos, han sobrevivido del hermoso y venerable texto original. Uno de ellos es el 329. Otro, el actual 10.

De todo lo cual resulta que no hemos prestado la menor atención a la larga y favorable experiencia de grandes naciones, que han dado testimonio de su sabiduría, en esta materia como en otras. Así, los Estados Unidos mantienen intocado el texto original de su gran Constitución, la primera de carácter republicano en la historia. No le han tocado un punto ni una coma. ¡Enmendarle ellos la plana a Franklin, Jefferson, Madison y Hamilton? ¡Jamás!

Pero sí le han hecho, a lo largo de más de dos siglos, más de una veintena de enmiendas. Es decir, de aditamentos puntuales, sobre materias que los prohombres de 1787 no pudieron naturalmente prever. Los ingleses ni siquiera tienen una Constitución escrita. Les basta con su "Bill of Rights" de 1689, que consagró la monarquía constitucional, la separación de poderes y una muy escueta declaración de derechos. Y algunas prácticas centenarias.

Para los que no somos tan sabios como ellos, buena cosa es distinguir entre reformas y enmiendas. Las primeras, además de insumir mucho tiempo y esfuerzos, suelen resultar, a poco andar, inconvenientes. Las segundas, por el contrario, requieren menor dispendio de tiempo y ser de utilidad.

Por ejemplo, podarle a la Carta el régimen de recursos administrativos y la exigencia -horrenda- del agotamiento de la vía administrativa. Otra, precisar los efectos de la dada cuenta a la Asamblea General, por parte del Tribunal de Cuentas, de sus observaciones incumplidas. Una última, por ahora, retornar a la simultaneidad temporal de las elecciones nacionales y departamentales.


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